I
¡El enfermizo ajetreo
que pudre las calles
de esta ciudad negra!
El rugir
enfermo y humoroso
de los motores cansados
de los
buses que aceleran.
El piterío
metálico de los autos
y el
cuchicheo ensordecedor de la gente.
¡No se
detienen! ¡Nunca se
detienen!
Ni cuando
la madrugada ausente
me cae
implacable con su insomnio.
¡Único al
borde del abismo
en esta mole de cemento y asfalto
ruidosa, insensible y anónima!
II
Las
máscaras grises de la luna
las llevo cocidas a los ruedos falsos
de mis
pantalones roídos,
mientras
mis pisadas furtivas,
embriagadas
de noche y escándalo,
se
encaminan a tu puerta
esperando
que esté abierta.
¡Dadme
asilo!
Dadme asilo
para llenar
de paz este infinito vacío
y de olvido
tanta insufrible ausencia.
¡Soy el que
suplica por un amor,
por un suspiro, por un beso y por un nombre
perdido en la asfixiante neblina de mi pasado.
III
En esta
ciudad ruidosa,
que me engulle y anula,
se respiran anhelos enfermos de lo absurdo,
que
aglutinados entre luces frías y neónicas,
exhalan
esperas y añoranzas por una caricia
desdoblada
en las honduras de un recuerdo.
¡Afuera el
ajetreo no se detiene!
¡Nunca se
detiene!
Aunque
entre mi silencio y abandono
se siga
desdibujando este grito agónico
que me
revienta la vida en lo cotidiano.
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